23 feb 2010

Espíritu occidental

Hoy vi la luna.
Me dieron ganas de decirle algo.
"Pero", dijo Mateo con un dedo en alto,
"los corderos no aúllan".

Vicente Huidobro:



ÉGLOGA


Sol muriente
Hay una panne en el motor
Y un olor primaveral
Deja en el aire al pasar

En algún sitio
una canción

EN DÓNDE ESTAS

Una tarde como ésta
te busqué en vano
Sobre la niebla de todos los caminos
Me encontraba a mí mismo
Y en el humo de mi cigarro
Había un pájaro perdido
Nadie respondía

Los últimos pastores se ahogaron
Y los corderos equivocados
Comían flores y no daban miel
El viento que pasaba
Amontona sus lanas

Entre las nubes
Mojadas de mis lágrimas
A qué otra vez llorar
ya llorado

Y pues que las ovejas comen miel
Señal que ya has pasado

Vidas



Qué curioso.
Después de haber aprendido a nadar, la niña se cayó al pozo de agua.

Peppino



Peppino y el esqueleto


Peppino ve un esqueleto bailando a cuerdas, cuerdas finas hasta la invisibilidad.
- ¿Así que tú eres la muerte?, pregunta, pero el esqueleto sigue mudo y cuerdo, atado a sus cuerdas y baila ríéndose.
- ¿Eres tú?, pregunta Peppino y extiende la mano para comprender, para poder aprehender tocando lo que está viendo, lo que no se puede explicar.
El esqueleto lo mira fijamente desde sus órbitas vacías pero no se deja tocar, siempre está apenitas fuera de su alcance.
- ¡Enseñame a bailar!, exclama Peppino y se asusta de sí mismo;
¿y si realmente es la muerte la que mueve las caderas allí frente a él?
Pero el día está tan bonito, un poco frío pero soleadamente celeste, ¿qué le debiera la muerte un día como éste? Y a propósito, ¿ no es ridículo pensar enseguida en la muerte, sólo porque uno haya visto a un esqueleto bailando? ¿Por qué la muerte debiera tener forma de esqueleto? ¿Acaso no podría lucir tan distinta, tan embellecidamente en su apariencia arbitraria?
Si de veras fuera tan poderosa como comunmente se sostiene, podría ser lo que quisiera y venir dentro de todo lo que exista, ¿o más bien dentro de todo lo que expire?
Pero, ¿pensar en la muerte un día como éste no representa en sí mismo una impertinencia, y la muerte, acaso, se deja pensar?
Gritar la muerte para afuera, hacerle frente y mirarle a los ojos, a sus ojos oscuros de nunca más, eso habría que lograrlo, piensa. Llorarla bien y luego echarla de las bóvedas del pensamiento, dejarla por esta...
O arreglarle un cuarto, servirle un huevo pasado por agua por las mañanas, exigirle un cuento con un par de anécdotas por encima y luego pasar el resto del día tranquilo, como todos los días, y dejar que sean lindos, soleados, celestes como el cielo.
No te dejes intimidar por este esqueleto matraqueante, piensa Peppino para sí, la muerte tiene que ser muy distinta. Toma coraje y la encara:
- Tú no eres ella, le dice muy tranquilo a su contra huesudo que tiene enfrente, la muerte, seguramente, tendría otra cara.
El esqueleto se ríe y baila, matraquea sus huesos y replica con la voz algo ronca:
- ¿Estás seguro?

21 feb 2010

Dichos



- ¿Es usted feliz?- le preguntaron a una campesina úngara en la tele.
- Más feliz me volvería loca- dijo ella.

Aglaja Veteranyi


20 feb 2010

Julio Cortázar:



Vestir una sombra


Lo más difícil es cercarla, conocer su límite allí donde se enlaza con la penumbra al borde de sí misma. Escogerla entre tantas otras, apartarla de la luz que toda sombra respira sigilosa, peligrosamente.
Empezar entonces a vestirla como distraído, sin moverse demasiado, sin asustarla o disolverla:
operación inicial donde la nada se agazapa en cada gesto. La ropa interior, el transparente corpiño, las medias que dibujan un ascenso sedoso hacia los muslos. Todo lo consentirá en su momentánea ignorancia, como si todavía creyera estar jugando con otra sombra, pero bruscamente se inquietará cuando la falda ciña su cintura y sienta los dedos que abotonan la blusa entre los senos, rozando la garganta que se alza hasta perderse en un oscuro surtidor.
Rechazará el gesto de coronarla con la peluca de flotante pelo rubio (¡ese halo tembloroso rodeando un rostro inexistente!) y habrá que apresurarse a dibujar la boca con la brasa del cigarrillo, deslizar sortijas y pulseras para darle esas manos con que resistirá inciertamente mientras los labios apenas nacidos murmuran el plañido inmemorial de quien despierta al mundo. Faltarán los ojos, que han de brotar de lágrimas, la sombra por sí misma completándose para mejor luchar, para negarse. Inútilmente conmovedora cuando el mismo impulso que la vistió, la misma sed de verla asomar perfecta del confuso espacio, la envuelva en su juncal de caricias, comience a desnudarla, a descubrir por primera vez su forma que vanamente busca cobijarse tras manos y súplicas, cediendo lentamente a la caída entre un billar de anillos que rasgan en el aire sus luciérnagas húmedas.

El ropero de Vera



Roberto Innocenti


- Salí del ropero Vera, ya son las ocho...
- ¿Y si no quiero salir?
- ¡No seas vagamunda cobarde! ¡Tienes todo el día por delante!

El ropero de Vera, definitivamente, era un mundo aparte. Olía a polvo, naftalina y a un recuerdo de madera lejano. Tenía fondo, profundidad y abismos... Y contenía, aparte de su ropa, a Vera misma. Vera la cobarde. Vera el fantasma de sí misma. Vera que no era ella. ¿O sí?
El ropero era refugio para las horas negras. Porque Vera, indiscutidamente, era de horas negras. No era como la gente amarilla que aprovechaba de "la mañana" (que en total no es más que un estado de ánimo, antaña sabiduría de horas negras), la gente que ocupaba cada minuto con actividades, que se acostaba temprano, prudentemente, para poder madrugar al día siguiente, aquella gente todo-energía y todo-optimismo que hacía burocracias sin chillar, que vivía en este mundo, tan claramente amarillo, sin chocarse contra las paredes agudas que lo limitan. "¿Por qué -se preguntaba Vera- son las horas amarillas las que dominan al mundo? ¿Y nosotros de horas negras, dónde quedamos?"

- Vera, dejate de cuentos, ¡fuera ya de este roñoso ropero! ¡El mundo te está esperando!

El mundo -pensaba Vera- está esperando a la Vera amarilla que no soy. Y tras mío, la noche es larga...