Peppino se asombra.
Amaneció con los primeros vientos.
La noche había sido fría y húmeda, pero todavía se niega a sacar las colchas y frazadas pesadas del placard.
Agarra la cartuchera, quiere escribir una carta, quiere pintar la mañana, quiere fijar el sueño.
Toma unos bocados de aire frío y toma conciencia: ya no están los colores verdes, ni el celeste, ni el blanco. En vano los busca en la cartuchera, en la mesa o desparramados por el piso; no están.
Cuando por fin los encuentra en su mesita de luz, no sabe si debiera ponerlos de vuelta con los otros colores, vacila y duda como si alguien, de lejos, le gritara "hereje". De pronto, siente aquel miedo a la blasfemia; se acuerda visceralmente de la sensación cuando niño, del día que salió a pegar las hojas caídas de vuelta en los árboles.
Con su camperita verde había andado, con las botas de goma, una cinta adhesiva, y algo de hilo también habrá llevado, quizá.
Otra vez le mira a la cara redonda, casi fofa de la tía Gerarda, que con el dedo índice en alto, aquel dedo más largo que todos, le había dicho por primera vez esta palabra: blasfemia.
No era el golpe que le dio, como todos creían después, no era el susto por la cara carcomida de la tía –después no cesaban de repetirle que estaba loca. Era esa palabra que lo atormentaba, que no lo dejaba dormir; esa palabra que no podía dejar de repetir para sí, como un hechizo, como el jeroglífico de un idioma olvidado, que eso era, de algún modo. Blasfemia blasfemia blasfemia. Y la cara de la tía Gerarda...
- No cabe duda -se decía Peppino, el de hoy, mirando por una ventana otoñal,- estaba loca la tía.
-Pero, ¿de dónde viene, ahora, después de años, esa misma sensación?
Está convencido: es exactamente la misma, aunque la situación fuera otra.
- ¿Acaso -pregunta con voz aguda, como si hablara otro a través de su cuerpo,– llevo adentro no sólo la sensación de antaño, no sólo el mismo dilema del otoño, sino también la locura de Gerarda?
Gerarda fofa, Gerarda y su dedo.
Las manos le tiemblan cuando se sienta a la mesa, de un lado la cartuchera y del otro los colores prohibidos, de un lado su niñez y del otro la blasfemia. Lentamente toma el papel, lo toma todo e ignora que se le vuelve amarillento, marchito.
Toma un bocado de aire frío mientras afuera silban los vientos.
Con los colores del otoño empieza a dibujar la cara de la tía, como dibujando los recuerdos, como dejando su niñez en un papel caduco.
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