Y en vigilia te confesé aquel deseo.
Que los ojos dulces no descansen al fondo del mar, ni al fondo de la tierra; es decir, que los ojos dulces no descansen.
Que sigan ahí, presentes, en la cara de la niña que nacerá el día de mañana, como quien dice, sin palabras.
Que por un momento se ausente la duda, se ausente el pesar y que haga unos días verdes, con el viento peinando el trigo como vos peinando tu cabello todos los días, y dos veces.
Que las ideas no sigan avanzando sobre una casa grande y extraña; una casa al final de un país que se erige sobre rocas, con esta palabra en la lengua: espinas.
Que yo de una vez por todas encuentre el principio sumergido en medio del final, que los malditos “que“ encuentren tu boca, por fin, tus oídos, tus brazos.
Intuyo que habrá pasillos tan extendidos como desiertos, tan calvos que un aire repentino y casual les provocará piel de gallina de pasos, de ruedas.
Intuyo que el aire sabrá a asombro y a pérdida, como todas las veces que se respira aire desde arriba.
Quizá habrá algunas mariposas, quizá la ansiedad se convertirá en emoción pura, por un momento.
Al final del viaje me imagino un lago, un poco azul y bastante profundo, y se me viene una imagen un tanto ridícula en mente: estar en la orilla, mirando hacia el horizonte o mirando algún pájaro dando vueltas. Vanidoso, al fin.
Por aquí, con la luna llena los perros del barrio aúllan, pero de lobos ni rastro.
En la casa de arriba se están peleando como todas las noches y hay un bebé llorando que me asusta un poco, corazonando lo que vendrá.
Hoy no hubo voces, y muchas manos trabajaron en el olvido momentáneo.
A mí se me congeló la cara reflejada en mi tasa de té. Me miraba como de lejos, desde el fondo, y me advirtió algo por debajo que no tiene forma ni tamaño.
Es probable que la noche pase como todas las noches y que mañana hará un nuevo día para calmar los dolores del tiempo, para llenar con ladrillos las grietas del pasado y salvar uno de estos mundos rotos, alguno de los mundos que se caen de inmaduro sobre sus patitas dobladas de papel. Salvar uno aunque sea.
Finalmente, la melodía que emerge de las sombras de casa me dormirá y los sueños llegarán con otro triunfo.
Mañana te contaré que soñé contigo, como tantas veces, y tú, otra vez, harás ese pequeño silencio que me mata de a pedacitos y me dirás: “Ah. Mirá". Pero otra vez no admitirás que estoy lejos, que ya no existo en la presencia inmediata de los días, y todo será insinuado, la tristeza parcial. Volveremos al silencio, al espacio entre las palabras intercambiadas como hojas de otoño, y con eso nos diremos todo.
Sí, te compraré el gorro, te compraré una jirafa o un cordero, en total, da lo mismo; e iré a elogiar tu jardín y tu casa de dos pisos.
Sé que nada será como parece, y lo sabemos -siempre lo supimos-, y aunque pintara pasto en el muro de mi casa, camuflándola, sé que ésta se verá clara y distinguidamente.
Al fondo de los ojos dulces, al final de todos los pasillos largos, no hay engaño.
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